En una de mis vacaciones escolares en el campo de mis tíos, producto de la caza de mis tramperos, me traje dos hermosos cardenales colorados que coloqué en una pajarera grande que mi papá me había construido en un costado del patio de mi casa. Esta pajarera estaba emplazada sobre piso de tierra junto a un tapial de ladrillos que marcaba el límite de mi casa con la vereda. Tenía techo de chapas que yo había pintado de color verde y los tres lados restantes estaban cubiertos con tejido fino especial de color plateado. Allí colocaba mis aves en cautiverio, había cardenales, varios ejemplares de jilgueros, reinamoras, diamante mandarina, loritos multicolores y hasta un yunta de chororoes y Juan soldado entre otros ejemplares. Mi exposición de aves en cautiverio se completaba en jaulas individuales con un cardenal amarillo y una familia bastante numerosa de canarios amarillos, flautas y rosados.
Una tarde luego de dos días de mi regreso del campo en esas vacaciones, llegó a mi casa mi tío Mario con dos pichoncitos de cardenales colorados muy pequeñitos comenzando a emplumar. Del relato que mi tío hizo sobre el hallazgo de las avecillas, se desprendía que eran pichones de los cardenales apresados por mis tramperos días atrás. A pesar de mi niñez, aquella imagen de los pichoncitos que con mi accionar había dejado huérfanos, desamparados y expuestos a una muerte segura, provocó en mi ánimo un profundo estado de angustia y tristeza pero que ya no se podía remediar. Mi primer reacción fue introducirlos en la pajarera grande donde estaban en cautiverio sus padres pero por miedo a que éstos los rechazaran o desconocieran decidí colocarlos en una pequeña jaulita y criarlos guachitos.
Al otro día, uno de los pichoncitos amaneció muerto y el otro que no había dejado de piar toda la noche, se mostraba hambriento. Con la ayuda de mi abuela Margarita que vivía con nosotros, le preparé su primer comida: carne roja apenas cocinada que el “bebe” cardenal devoró gustosamente.
La dieta se completaba con migas de pan humedecido con leche, yema de huevo hervido y a medida que iba creciendo, le agregaba maíz muy finamente pisado y semillas de mijo que comía al compás de un fino silbido que yo improvisaba como queriendo reemplazar el llamado de sus padres. A los pocos días el pichón estaba completamente emplumado y con un pintoresco y erguido copete marrón. (Hay que decir que antes de ser adultos las primeras plumas del copete colorado de los cardenales son de color marrón).
El cardenal creció y su copete bien rojo fue. Trinaba de día y a la noche cuando se prendía alguna luz, en ocasiones imitaba el silbo cuando de pichón lo llamaba a comer. A veces directamente respondía a mi silbo.
Pasaron tres años y acaso la historia se repetía. Un muchacho de la “cinco esquinas” que sabía de mi entusiasmo por los pajaritos en cautiverio, un día pasó por mi casa a vender un pichón de cardenal en su propio nido...al ver mi cara mi mamá se lo compró. Sin perder tiempo, ya con mi experiencia de criador, lo coloqué en la misma jaulita donde creció “chiví” (así había bautizado al guachito cardenal). Ya no estaba mi abuela así que la dieta para el nuevo criado la preparé yo solito.
A la jaulita con el nuevo pichón la colgaba a escasos dos metros de la jaula del cardenal, quizá y sin darme cuenta, estaba colocando frente al ave maduro su propia historia. De repente un buen día el cardenal adulto empezó a entristecer, no se oía más su dulce y ensordecedor trinar, observé que no comía y en silencio se pasaba todo el día acurrucado sobre la rama que atravesaba el largo de su casita de alambre. No entendía que le sucedía. A mi llegada de la escuela pasaba horas acariciando su hermoso y suave plumaje gris azulado de sus alas y no me rechazaba a picotazos como acostumbraba hacer cada vez que introducía en su jaula mi mano. Al cabo de tres días el guachito cardenal murió.
Me dijeron después que los cardenales criados guachos son muy celosos de sus amos...y como que no aceptan otra cría del mismo linaje en sus “dominios”.
Pasaron varias semanas y el nuevo pichón creció como había crecido “chivi” y cuando su copete rojo fuego denunciaba su adultes, una mañana con la jaulita bajo mi brazo derecho monté mi bicicleta la cual pedalee hasta llegar al monte mas cercano del pueblo. Me detuve frente a unos florecidos aromitos y espinillos, lentamente abrí la puertita de la pequeña jaula y esperé su libertad. No demoró en salir el cardenal. Primero ensayó un corto y muy complicado vuelo, más que vuelo un aleteo desesperado, hasta llegar a las ramas mas bajas del primer árbol. Allí se quedó un buen rato picoteando la rama donde se había posado, desplumándose con su pico y, de vez en cuando, observaba su alrededor. Yo, que desde un costado del camino paralizado por la emoción jamás vivida, no quitaba mi mirada de su figura, de repente un nuevo aleteo y el cardenal estaba en la cima del árbol. Escuche un corto gorjeo y el último vuelo vi introduciéndose en el interior del monte.
Monté mi bicicleta y lentamente comencé a desandar los tres kilómetros y medio camino de regreso a mi casa.-
Desde la otra perspectiva
Hace 5 años